Había un toro.
Es lo más que recuerdo. Quizás ni eso. Quizás sólo ha habido el relato de un toro en una tarde de campo, un Seat 600, y dos familias, y como nos metimos ahí y salimos al escape.
Aún así, si recordase algo, sería que había un toro.
Ahora hay toda una vida y mil kilómetros. Cuando había un toro o el relato de un toro yo tenía tres años, y vivíamos en Lora del Río, entre Córdoba y Sevilla.
Ahora hay una vida entera sin volver nunca al paisaje de ese toro o del relato de ese toro. Hasta hoy.
Mi padre, maestro errante, llegó un día a un pueblo perdido de la Terra Alta, y vivió lo suficiente antes de proseguir ese rumbo de maestro errante hasta la otra punta de la península, en Lora del Río. Rumbo sin un destino fijo, pero con sentimientos esparcidos como piedrecillas, para volver algún día. Y volvió a la Terra Alta, conoció a mi madre, se hicieron novios y se casaron. Y mi madre fué hasta donde el rumbo de maestro errante había llevado a mi padre, hasta Lora del Río.
Luego llegué yo.
Fueron tres años, mis tres primeros años, a los que hoy he vuelto únicamente con el recuerdo de ese toro. O el relato de ese toro. Pero había crecido, empezado hablar, a jugar y a ser un yo que ahora interrogo mirando fotos de esa época, en Lora, junto al Guadalquivir, entre olivos. De donde llegué, como siempre se encargó de recordarme entre risas mi abuela materna, sin saber pronunciar la S.
Y Lora quedó ahí. La última estación de maestro errante de mi padre. La primera estación de matrimonio joven y feliz de mi padre y mi madre. La primera estación de ese hijo que fuí yo, ahí, en Lora. Donde no había vuelto. Hasta hoy.
Hoy vuelvo, con mi madre. Mi padre retomó un rumbo sin retorno al poco de jubilarse. Nos dejó como si no pudiera ser y un día tuviéramos que recibir una carta con una foto suya rodeado de nuevos alumnos. Pero no. Nos espera, en ese nuevo camino sembrado de sentimientos fuertes y sólidos como piedras, pero no así.
Ahora solamente mi madre custodia los recuerdos de esos años lejanos en la otra punta de la península. Recuerdos sin nadie con quien compartirlos, porque su hijo lo único que recuerda es que había un toro. Que quizás solamente es el relato de un toro.
El AVE sale puntual. Son cinco horas de un viaje cruzando la península y toda una vida.
CÓRDOBA
Llegando en AVE, Córdoba no empieza hasta que no cruzas la Puerta de Almodóvar. Se desata el embrujo, un hilo de magia que te arrastra por las callejuelas de empedrados y patios en sus casas blancas hasta, siempre, la Mezquita. Como un imán, magnética, al final de todos los caminos de la judería. Más allá de la torre/campanario/minarete, todo su perímetro enorme de muros o tapias parece proteger el tesoro que esconde en su interior de ser desgastado por la fascinación de las miradas.
Tenemos el hotel justo delante de la Mezquita. Comemos en el mismo hotel, aprovechando su sugerente menú sefardí. Por la tarde nos dejamos ir por todas partes, porque en Córdoba cualquier rumbo se llena de una belleza serena, blanca, sencilla, espléndida.
El alma de Córdoba. Así han bautizado la visita nocturna a la Mezquita de Córdoba que seleccioné para acompañar las horas de este viaje. Cuando anochece, cuando el recinto se ha vaciado del flujo incesante de visitantes, abre sus puertas para el pequeño grupo que hemos comprado anticipadamente la entrada. Somos de los primeros en entrar. El enorme patio está desierto. Es la primera vez que lo veo así. Oscuro. Silencioso. Auténtico. Y accedemos a la Mezquita, equipados con un audioguía. Entonces es cuando se revela ese alma a la que alude esta visita nocturna. Desde la oscuridad de la noche la Mezquita se va iluminando por fases, a lo largo del recorrido. En cada uno de sus arcos infinitos, de sus columnas, se va revelando su misterio, su historia, su leyenda, su magia, su belleza.
El alma de Córdoba. Un regalo a los sentidos. Un trayecto por la espiritualidad y la fe convertida en monumento, una fe que lo explica, una espiritualidad que lo justifica. Ahí se acoge el alma.
LORA DEL RÍO
Temprano, proseguimos nuestro viaje hacia esa casilla meta e inicio, hacia Lora del Río.
Solamente entonces surge una pregunta que nunca me había hecho: "mamá, como se llamaba la calle en la que viviamos?" Mi madre lo recuerda y google maps la situa. A medida que nos acercamos a Lora mi madre va situando paisajes, gente, historias.
Han pasado muchísimos años desde que mi madre, mi padre y yo dejamos Lora para instalarnos en el barrio de San Ildefonso, en Cornellà de Llobregat, en Catalunya. Pero parecen un simple paréntesis, de la manera como mi madre se orienta y reconoce calles y sitios.
Y finalmente llegamos. Esta es la calle. Está situada en lo que parece un ensanche propio del desarrollismo hispánico de los 60.
Paseamos lentamente hasta el número 3 de la calle Guadalquivir. El bloque tiene bajos y tres pisos de altura, y la portería separa dos escaleras simétricas. Los pisos minúsculos se reconocen en todos los balcones saturados. Mi madre recorre con la mirada todo el bloque, y finalmente se fija en el tercer piso. "Era ese".
Los recuerdos y la vida que han emergido al accionar la llave de ese portal oscuro y pequeño son una felicidad tranquila, serena. Nos hacemos fotos. Y surgen historias "aquí delante había una enorme fábrica de pimientos". Historias que seguimos ubicando: "vamos a la escuela, que estaba por ahí". Y la encontramos. Conserva el mismo nombre que tenía. La verja, el patio y las aulas. Y el relato de mi madre lo llena todo de vida. De aquella vida que incluso me parece oir ahora, de los niños jugando en el patio, de los niños en el aula, de los maestros, de los padres, de las historias de señoritos y de cortijos, de jornaleros y de pobreza.
Recorremos Lora. Sin darme cuenta he acabado sumergiéndome en un silencio de niño mecido en la cuna. Mi madre me pregunta si estoy bien, si me ha venido algún recuerdo, si la visita me ha despertado algo.
No lo sé. Me resulta difícil reconocer que navego absorto por las páginas de una infancia de la que no puedo identificar lo que queda.
Había un toro. O el relato de un toro. Y miro a mi alrededor, buscándolo. Imaginándolo, hasta ese lugar remoto desde donde no emerge ya ningún recuerdo, aunque sigan ahí.
Es lo más que recuerdo. Quizás ni eso. Quizás sólo ha habido el relato de un toro en una tarde de campo, un Seat 600, y dos familias, y como nos metimos ahí y salimos al escape.
Aún así, si recordase algo, sería que había un toro.
Ahora hay toda una vida y mil kilómetros. Cuando había un toro o el relato de un toro yo tenía tres años, y vivíamos en Lora del Río, entre Córdoba y Sevilla.
Ahora hay una vida entera sin volver nunca al paisaje de ese toro o del relato de ese toro. Hasta hoy.
Mi padre, maestro errante, llegó un día a un pueblo perdido de la Terra Alta, y vivió lo suficiente antes de proseguir ese rumbo de maestro errante hasta la otra punta de la península, en Lora del Río. Rumbo sin un destino fijo, pero con sentimientos esparcidos como piedrecillas, para volver algún día. Y volvió a la Terra Alta, conoció a mi madre, se hicieron novios y se casaron. Y mi madre fué hasta donde el rumbo de maestro errante había llevado a mi padre, hasta Lora del Río.
Luego llegué yo.
Fueron tres años, mis tres primeros años, a los que hoy he vuelto únicamente con el recuerdo de ese toro. O el relato de ese toro. Pero había crecido, empezado hablar, a jugar y a ser un yo que ahora interrogo mirando fotos de esa época, en Lora, junto al Guadalquivir, entre olivos. De donde llegué, como siempre se encargó de recordarme entre risas mi abuela materna, sin saber pronunciar la S.
Y Lora quedó ahí. La última estación de maestro errante de mi padre. La primera estación de matrimonio joven y feliz de mi padre y mi madre. La primera estación de ese hijo que fuí yo, ahí, en Lora. Donde no había vuelto. Hasta hoy.
Hoy vuelvo, con mi madre. Mi padre retomó un rumbo sin retorno al poco de jubilarse. Nos dejó como si no pudiera ser y un día tuviéramos que recibir una carta con una foto suya rodeado de nuevos alumnos. Pero no. Nos espera, en ese nuevo camino sembrado de sentimientos fuertes y sólidos como piedras, pero no así.
Ahora solamente mi madre custodia los recuerdos de esos años lejanos en la otra punta de la península. Recuerdos sin nadie con quien compartirlos, porque su hijo lo único que recuerda es que había un toro. Que quizás solamente es el relato de un toro.
El AVE sale puntual. Son cinco horas de un viaje cruzando la península y toda una vida.
CÓRDOBA
Llegando en AVE, Córdoba no empieza hasta que no cruzas la Puerta de Almodóvar. Se desata el embrujo, un hilo de magia que te arrastra por las callejuelas de empedrados y patios en sus casas blancas hasta, siempre, la Mezquita. Como un imán, magnética, al final de todos los caminos de la judería. Más allá de la torre/campanario/minarete, todo su perímetro enorme de muros o tapias parece proteger el tesoro que esconde en su interior de ser desgastado por la fascinación de las miradas.
Tenemos el hotel justo delante de la Mezquita. Comemos en el mismo hotel, aprovechando su sugerente menú sefardí. Por la tarde nos dejamos ir por todas partes, porque en Córdoba cualquier rumbo se llena de una belleza serena, blanca, sencilla, espléndida.
El alma de Córdoba. Así han bautizado la visita nocturna a la Mezquita de Córdoba que seleccioné para acompañar las horas de este viaje. Cuando anochece, cuando el recinto se ha vaciado del flujo incesante de visitantes, abre sus puertas para el pequeño grupo que hemos comprado anticipadamente la entrada. Somos de los primeros en entrar. El enorme patio está desierto. Es la primera vez que lo veo así. Oscuro. Silencioso. Auténtico. Y accedemos a la Mezquita, equipados con un audioguía. Entonces es cuando se revela ese alma a la que alude esta visita nocturna. Desde la oscuridad de la noche la Mezquita se va iluminando por fases, a lo largo del recorrido. En cada uno de sus arcos infinitos, de sus columnas, se va revelando su misterio, su historia, su leyenda, su magia, su belleza.
El alma de Córdoba. Un regalo a los sentidos. Un trayecto por la espiritualidad y la fe convertida en monumento, una fe que lo explica, una espiritualidad que lo justifica. Ahí se acoge el alma.
LORA DEL RÍO
Temprano, proseguimos nuestro viaje hacia esa casilla meta e inicio, hacia Lora del Río.
Solamente entonces surge una pregunta que nunca me había hecho: "mamá, como se llamaba la calle en la que viviamos?" Mi madre lo recuerda y google maps la situa. A medida que nos acercamos a Lora mi madre va situando paisajes, gente, historias.
Han pasado muchísimos años desde que mi madre, mi padre y yo dejamos Lora para instalarnos en el barrio de San Ildefonso, en Cornellà de Llobregat, en Catalunya. Pero parecen un simple paréntesis, de la manera como mi madre se orienta y reconoce calles y sitios.
Y finalmente llegamos. Esta es la calle. Está situada en lo que parece un ensanche propio del desarrollismo hispánico de los 60.
Paseamos lentamente hasta el número 3 de la calle Guadalquivir. El bloque tiene bajos y tres pisos de altura, y la portería separa dos escaleras simétricas. Los pisos minúsculos se reconocen en todos los balcones saturados. Mi madre recorre con la mirada todo el bloque, y finalmente se fija en el tercer piso. "Era ese".
Los recuerdos y la vida que han emergido al accionar la llave de ese portal oscuro y pequeño son una felicidad tranquila, serena. Nos hacemos fotos. Y surgen historias "aquí delante había una enorme fábrica de pimientos". Historias que seguimos ubicando: "vamos a la escuela, que estaba por ahí". Y la encontramos. Conserva el mismo nombre que tenía. La verja, el patio y las aulas. Y el relato de mi madre lo llena todo de vida. De aquella vida que incluso me parece oir ahora, de los niños jugando en el patio, de los niños en el aula, de los maestros, de los padres, de las historias de señoritos y de cortijos, de jornaleros y de pobreza.
Recorremos Lora. Sin darme cuenta he acabado sumergiéndome en un silencio de niño mecido en la cuna. Mi madre me pregunta si estoy bien, si me ha venido algún recuerdo, si la visita me ha despertado algo.
No lo sé. Me resulta difícil reconocer que navego absorto por las páginas de una infancia de la que no puedo identificar lo que queda.
Había un toro. O el relato de un toro. Y miro a mi alrededor, buscándolo. Imaginándolo, hasta ese lugar remoto desde donde no emerge ya ningún recuerdo, aunque sigan ahí.
ResponEliminaUn bo i bell exercici de memòria, Senyor Abad.