Y de repente, la huerta. La calle ancha que sigue a la fábrica de Periquito, una de esas fábricas donde se envasaba el melocotón. Como en la que mi padre iba trabajando cuando había faena para sacarse unas perras que le ayudaron a sacarse el bachillerato y Magisterio «por libre»
Uno de los últimos años que pudimos bajar juntos, con mi padre, antes de que cayera enfermo, llovió -insólitamente- mucho, y el Segura, tan domesticado y explotado en todo su curso, empezó a inundar lentamente todas las huertas del valle, en un espectáculo que tenía, por encima de lo amenazante, algo de grandioso. Yo no dejaba de mirar el puente colgante de madera que unía La Algaida con Los Torraos, dos pedanías de Archena, Murcia. Ese puente en el que no había año que no faltase un tablón de los que lo formaban y desde donde yo me quedaba hipnotizado mirando fluir el río. Ahora una carretera por la que pueden circular tranquilamente los coches une las dos orillas del río. Como reflejo de muchas cosas, antes de éste puente, y del de madera, solamente dos alambres permitían cruzar de una parte a otra.
Mis recuerdos de La Algaida siempre están asociados a muchas horas de coche. De pequeño, yo eso casi no lo recuerdo, en el camino desde Lora del Río, entre Sevilla y Córdoba, donde vivíamos mis padres y yo, hacia la Terra Alta, de donde es mi madre, la primera etapa acababa en La Algaida. Después, ya viviendo en Catalunya, bajábamos por Semana Santa o en el mes de julio.
En esas visitas siempre me impresionaba «el abuelo» y todo lo que le envolvía. Una vida dura, pero también la vida de un tipo entrañable, a medio camino entre un pincho y un incansable trabajador forjando un futuro ante un destino que no paraba de darle la espalda. De joven estuvo en Catalunya, cuando la Exposición Universal, haciendo el taxi. Se sacó lo suyo, y volvió al pueblo, se compró un camión y empezó su aventura de lo que hoy diríamos un «emprendedor». Hasta la guerra. Republicano, izquierdista... y listo. Sabía que su camión sería movilizado o confiscado, de manera que se «alistaron» los dos, mi abuelo y su camión. Pero en algún momento de la guerra los separaron. La historia de la guerra de mi abuelo paterno acaba, por lo que me han explicado, muy al final de la contienda en Linares, en Jaén, ante lo que iba a ser un pelotón de fusilamiento, y que un oficial franquista «desarticuló», al grito de «pero qué coño vais a hacer con esta gente? Esto ya se ha acabado. Que se marchen a su casa» Y mi abuelo se volvió al pueblo a pié. Un día un vecino le dice que ha visto su camión en las afueras de Madrid, tirado y medio destartalado en una carretera. Con la ayuda de su suegro pudo reunir algo de dinero para irse allá y en lo que sería más propio de un guión de película, consiguir encontrar, recuperar y reparar su camión... y volver al pueblo.
El abuelo tenía un andar curvado. Cuando sabía teníamos que llegar nos esperaba en la puerta de la casa, esbozaba una sonrisa escandalosa y exclamaba un “señooooreeeh” de bienvenida. Después ya nos dejaba en manos de mi abuela Antonia. Discreta, pulcra, atenta. Casi no recuerdo su voz, en contraste con el vozarrón de tabaco y vida de mi abuelo. Pero mi abuela era la que mayormente aguantaba y ordenaba aquella casa y a sus hijos. De los cuatro, tres estudiaron y fueron maestros. Mis abuelos murieron con muy pocos años de diferencia. Primero el abuelo y, de pena, decían, después mi abuela.
Algo tengo de ese espíritu de vida dura y desafiante, de mi abuelo (como también tengo un sentido intenso de la disciplina, marcial, heredado del iaio Domingo). De ese no parar quieto, de cruzar tanto la calle que sin proponérselo un día quedó immortalizado en ese "cruzando" en una foto local que se imprimió en ceniceros. De ir a coger melocotones y comerlos sin pelar, solamente frotándolos en la manga de la camisa, y de sus carcajadas. También de algunas cosas que en su momento me colapsaron, como el día que para matar un conejo lo cogió de las patas traseras, me dijo “mira” y le golpeó con furia la cabeza contra una de las pilastras del patio. Yo había visto a mi abuela materna, en Corbera, matar conejos. Era un ceremonial que se desarrollaba en l'esgorfa, y tenía algo de respetuoso, aunque acabara con el conejo degollado y su sangre precipitándose en un barreño. Pero aquella hostia con la que mi abuelo quebró el conejo me dejó sin habla.
Aunque lo intente, no puedo recordar a mi abuelo en ninguna situación que no estuviera de buen humor, riendo, haciendo broma, jugando con sus nietos. Pero son recuerdos fugaces que no me permiten reconstruir una memoria ni un relato. Eso sí, y aunque sé que es políticamente incorrecto, en una temporada que mis abuelos estuvieron con nosotros en Cornellà no sé como se lo hizo pero me despertó interés por los toros. Tele en blanco y negro, yo sentado en el suelo, a los pies de la mecedora donde él se sentaba, mientras me iba explicando todo lo que pasaba en el ruedo, todo el “arte” del toreo. Todavía ahora me debato entre el respeto por lo que es el mundo del toro (no sé si porque lo ligo al recuerdo de mi abuelo) y la tensión moral de no infringir dolor a un animal.
En cuanto llegábamos a La Algaida mi padre ser convertía en “Paquito”. Y cuando yo iba de la mano de mi abuela o de mi abuelo y se encontraban con alguien yo siempre era presentado como “el hijo de mi Paquito”. Y sí, yo era el hijo de Paquito. Y yo era primogénito de todos los nietos que después vendrían, mis hermanos y primos, un total de 14.
Por el puente del Pilar nos reunimos todos, con la “excusa” de celebrar los 50 años de casados de uno de los hermanos de mi padre, y de su mujer. De los cuatro hermanos que eran, mi padre -el mayor- y la pequeña, nos dejaron demasiado tempranamente.
Los Abad nos sabemos muy sentimentales y de lágrima fácil. El amor por los tuyos, la felicidad por compartir y, a su vez, el dolor intenso de las ausencias. Hacía tres años que no bajaba a Murcia, desde que murió mi tía Loli, a la que quería infinitamente. Y sí, hemos llorado mucho. Pero ha sido más fuerte el amor, la estima, y la alegría de compartir que cualquier otra cosa.
Nosotros -mis hermanos y yo- siempre hemos sido un poco “los primos exóticos”, los de Barcelona, los catalanes, los que siempre estamos de alguna manera presentes pero que solamente aparecemos de tanto en tanto o cuando pasa alguna cosa, sea para lo bueno o para lo triste. Pero estamos muy unidos. Un abrazo, unos besos y se reconstruye toda esa trama invisible de afectos que conforman una familia.
En medio del jolgorio de la celebración me quedaba mirando el valle de Ricote, y ese contraste tan duro entre el verde de la huerta de naranjos, limoneros y melocotoneros y la aridez de todo lo que la rodea, de “los cabezos” y de las sierras que encierran ese valle tan singular y bello, al que las palmeras distribuidas aquí y allá le acaban dando también un aire exótico.
La situación política de Catalunya acabó fluyendo con naturalidad en las charlas con muchos de mis primos, primas y sus maridos o esposas. Y lo hizo con un respeto tan enorme que me emocionó. Preguntas sobre porqué estamos haciendo lo que estamos haciendo, intentando entenderlo. Me ponía en su piel. Fuera de Catalunya sólo hay desinformación e intoxicación sobre lo que está pasando en Catalunya. Nadie informa.
Mis primos y primas ponían ojos como platos cuando les explicaba algunas cosas, solamente algunas, de lo que es nuestro relato, el relato de la parte catalana, que desconocen por completo. Lo encajaban con pena. Pero con respeto y con opiniones variadas, desde un mayoritario “ojalá se pueda arreglar de alguna manera” hasta también el “teneis derecho a decidir”.
Tal vez mis primos y primas no sean representativos del conjunto de la opinión pública a lo largo de toda España, no lo sé. Pero yo estos tres días no he visto ningún muro entre nuestros sentimientos. Y me he sentido más orgulloso que nunca de todo lo que me inculcó mi padre, de sus orígenes (que también son los míos) y de mi familia. No hay nada que el amor y el respeto no puedan vencer. Lo que pase con “el proceso”, como ellos ya le llaman, no modificará ni un ápice el amor y el afecto que nos profesamos, porque entre nosotros ni ha habido, ni hay ni habrá ningú muro, y porque no hay ningún documento de identidad, diga lo que diga, que sea superior a nuestros sentimientos.
El recuerdo de mis abuelos paternos, la emoción de la casa y la calle donde nació y creció mi padre, el cariño y amor con mis tíos y mis primos, el sentir como propio un paisaje y una historia... no depende ni de lo que diga mi DNI ni de la evolución política de Catalunya.
Mi DNI dice que soy hijo de Francisco, que era Paquito, y de María Teresa, y dice que nací en Reus, pero no dice que en esa época mis padres vivían en Lora del Río, Sevilla, y que ahí crecí hasta casi los cuatro años. No dice nada de mi abuelo Francisco, de La Algaida, Murcia, republicano, ni de mi abuela Antonia, ni de mi abuelo Domingo, de Corbera d'Ebre, Terra Alta, capitán de zapadores del ejército de la República, ni de sus años de prisión, ni de la iaia Teresina, de La Pobla de Cèrvoles, Les Garrigues. Mi DNI no dice nada de mis hermanos, ni de mis primos, ni de mis tíos, ni de mis amigos.
Mi DNI no dice nada de mi, solamente me identifica con un número. Algunos lo quieren convertir en una cadena. Son los mismos que quieren convertir también nuestro mapa de afectos y orígenes en una especie de prisión política que nos incapacita para tomar nuestras propias decisiones. Son los mismos que piensan que defender unas ideas democráticamente implica alzar muros entre los afectos y los sentimientos. Son estos personajes miserables que proclaman como amenaza lo que sin cesar intentan generar.
Los afectos, los sentimientos, solamente entienden, si son sinceros, de amor y de respeto. Nunca de miedo o de imposiciones. Por eso me quiero con locura a mis tíos y primos y los orígenes de mi padre, que también son los míos, y desprecio infinitamente a quien me habla de muros por tener mis propias ideas.
Uno de los últimos años que pudimos bajar juntos, con mi padre, antes de que cayera enfermo, llovió -insólitamente- mucho, y el Segura, tan domesticado y explotado en todo su curso, empezó a inundar lentamente todas las huertas del valle, en un espectáculo que tenía, por encima de lo amenazante, algo de grandioso. Yo no dejaba de mirar el puente colgante de madera que unía La Algaida con Los Torraos, dos pedanías de Archena, Murcia. Ese puente en el que no había año que no faltase un tablón de los que lo formaban y desde donde yo me quedaba hipnotizado mirando fluir el río. Ahora una carretera por la que pueden circular tranquilamente los coches une las dos orillas del río. Como reflejo de muchas cosas, antes de éste puente, y del de madera, solamente dos alambres permitían cruzar de una parte a otra.
Mis recuerdos de La Algaida siempre están asociados a muchas horas de coche. De pequeño, yo eso casi no lo recuerdo, en el camino desde Lora del Río, entre Sevilla y Córdoba, donde vivíamos mis padres y yo, hacia la Terra Alta, de donde es mi madre, la primera etapa acababa en La Algaida. Después, ya viviendo en Catalunya, bajábamos por Semana Santa o en el mes de julio.
En esas visitas siempre me impresionaba «el abuelo» y todo lo que le envolvía. Una vida dura, pero también la vida de un tipo entrañable, a medio camino entre un pincho y un incansable trabajador forjando un futuro ante un destino que no paraba de darle la espalda. De joven estuvo en Catalunya, cuando la Exposición Universal, haciendo el taxi. Se sacó lo suyo, y volvió al pueblo, se compró un camión y empezó su aventura de lo que hoy diríamos un «emprendedor». Hasta la guerra. Republicano, izquierdista... y listo. Sabía que su camión sería movilizado o confiscado, de manera que se «alistaron» los dos, mi abuelo y su camión. Pero en algún momento de la guerra los separaron. La historia de la guerra de mi abuelo paterno acaba, por lo que me han explicado, muy al final de la contienda en Linares, en Jaén, ante lo que iba a ser un pelotón de fusilamiento, y que un oficial franquista «desarticuló», al grito de «pero qué coño vais a hacer con esta gente? Esto ya se ha acabado. Que se marchen a su casa» Y mi abuelo se volvió al pueblo a pié. Un día un vecino le dice que ha visto su camión en las afueras de Madrid, tirado y medio destartalado en una carretera. Con la ayuda de su suegro pudo reunir algo de dinero para irse allá y en lo que sería más propio de un guión de película, consiguir encontrar, recuperar y reparar su camión... y volver al pueblo.
El abuelo tenía un andar curvado. Cuando sabía teníamos que llegar nos esperaba en la puerta de la casa, esbozaba una sonrisa escandalosa y exclamaba un “señooooreeeh” de bienvenida. Después ya nos dejaba en manos de mi abuela Antonia. Discreta, pulcra, atenta. Casi no recuerdo su voz, en contraste con el vozarrón de tabaco y vida de mi abuelo. Pero mi abuela era la que mayormente aguantaba y ordenaba aquella casa y a sus hijos. De los cuatro, tres estudiaron y fueron maestros. Mis abuelos murieron con muy pocos años de diferencia. Primero el abuelo y, de pena, decían, después mi abuela.
Algo tengo de ese espíritu de vida dura y desafiante, de mi abuelo (como también tengo un sentido intenso de la disciplina, marcial, heredado del iaio Domingo). De ese no parar quieto, de cruzar tanto la calle que sin proponérselo un día quedó immortalizado en ese "cruzando" en una foto local que se imprimió en ceniceros. De ir a coger melocotones y comerlos sin pelar, solamente frotándolos en la manga de la camisa, y de sus carcajadas. También de algunas cosas que en su momento me colapsaron, como el día que para matar un conejo lo cogió de las patas traseras, me dijo “mira” y le golpeó con furia la cabeza contra una de las pilastras del patio. Yo había visto a mi abuela materna, en Corbera, matar conejos. Era un ceremonial que se desarrollaba en l'esgorfa, y tenía algo de respetuoso, aunque acabara con el conejo degollado y su sangre precipitándose en un barreño. Pero aquella hostia con la que mi abuelo quebró el conejo me dejó sin habla.
Aunque lo intente, no puedo recordar a mi abuelo en ninguna situación que no estuviera de buen humor, riendo, haciendo broma, jugando con sus nietos. Pero son recuerdos fugaces que no me permiten reconstruir una memoria ni un relato. Eso sí, y aunque sé que es políticamente incorrecto, en una temporada que mis abuelos estuvieron con nosotros en Cornellà no sé como se lo hizo pero me despertó interés por los toros. Tele en blanco y negro, yo sentado en el suelo, a los pies de la mecedora donde él se sentaba, mientras me iba explicando todo lo que pasaba en el ruedo, todo el “arte” del toreo. Todavía ahora me debato entre el respeto por lo que es el mundo del toro (no sé si porque lo ligo al recuerdo de mi abuelo) y la tensión moral de no infringir dolor a un animal.
En cuanto llegábamos a La Algaida mi padre ser convertía en “Paquito”. Y cuando yo iba de la mano de mi abuela o de mi abuelo y se encontraban con alguien yo siempre era presentado como “el hijo de mi Paquito”. Y sí, yo era el hijo de Paquito. Y yo era primogénito de todos los nietos que después vendrían, mis hermanos y primos, un total de 14.
Por el puente del Pilar nos reunimos todos, con la “excusa” de celebrar los 50 años de casados de uno de los hermanos de mi padre, y de su mujer. De los cuatro hermanos que eran, mi padre -el mayor- y la pequeña, nos dejaron demasiado tempranamente.
Los Abad nos sabemos muy sentimentales y de lágrima fácil. El amor por los tuyos, la felicidad por compartir y, a su vez, el dolor intenso de las ausencias. Hacía tres años que no bajaba a Murcia, desde que murió mi tía Loli, a la que quería infinitamente. Y sí, hemos llorado mucho. Pero ha sido más fuerte el amor, la estima, y la alegría de compartir que cualquier otra cosa.
Nosotros -mis hermanos y yo- siempre hemos sido un poco “los primos exóticos”, los de Barcelona, los catalanes, los que siempre estamos de alguna manera presentes pero que solamente aparecemos de tanto en tanto o cuando pasa alguna cosa, sea para lo bueno o para lo triste. Pero estamos muy unidos. Un abrazo, unos besos y se reconstruye toda esa trama invisible de afectos que conforman una familia.
En medio del jolgorio de la celebración me quedaba mirando el valle de Ricote, y ese contraste tan duro entre el verde de la huerta de naranjos, limoneros y melocotoneros y la aridez de todo lo que la rodea, de “los cabezos” y de las sierras que encierran ese valle tan singular y bello, al que las palmeras distribuidas aquí y allá le acaban dando también un aire exótico.
La situación política de Catalunya acabó fluyendo con naturalidad en las charlas con muchos de mis primos, primas y sus maridos o esposas. Y lo hizo con un respeto tan enorme que me emocionó. Preguntas sobre porqué estamos haciendo lo que estamos haciendo, intentando entenderlo. Me ponía en su piel. Fuera de Catalunya sólo hay desinformación e intoxicación sobre lo que está pasando en Catalunya. Nadie informa.
Mis primos y primas ponían ojos como platos cuando les explicaba algunas cosas, solamente algunas, de lo que es nuestro relato, el relato de la parte catalana, que desconocen por completo. Lo encajaban con pena. Pero con respeto y con opiniones variadas, desde un mayoritario “ojalá se pueda arreglar de alguna manera” hasta también el “teneis derecho a decidir”.
Tal vez mis primos y primas no sean representativos del conjunto de la opinión pública a lo largo de toda España, no lo sé. Pero yo estos tres días no he visto ningún muro entre nuestros sentimientos. Y me he sentido más orgulloso que nunca de todo lo que me inculcó mi padre, de sus orígenes (que también son los míos) y de mi familia. No hay nada que el amor y el respeto no puedan vencer. Lo que pase con “el proceso”, como ellos ya le llaman, no modificará ni un ápice el amor y el afecto que nos profesamos, porque entre nosotros ni ha habido, ni hay ni habrá ningú muro, y porque no hay ningún documento de identidad, diga lo que diga, que sea superior a nuestros sentimientos.
El recuerdo de mis abuelos paternos, la emoción de la casa y la calle donde nació y creció mi padre, el cariño y amor con mis tíos y mis primos, el sentir como propio un paisaje y una historia... no depende ni de lo que diga mi DNI ni de la evolución política de Catalunya.
Mi DNI dice que soy hijo de Francisco, que era Paquito, y de María Teresa, y dice que nací en Reus, pero no dice que en esa época mis padres vivían en Lora del Río, Sevilla, y que ahí crecí hasta casi los cuatro años. No dice nada de mi abuelo Francisco, de La Algaida, Murcia, republicano, ni de mi abuela Antonia, ni de mi abuelo Domingo, de Corbera d'Ebre, Terra Alta, capitán de zapadores del ejército de la República, ni de sus años de prisión, ni de la iaia Teresina, de La Pobla de Cèrvoles, Les Garrigues. Mi DNI no dice nada de mis hermanos, ni de mis primos, ni de mis tíos, ni de mis amigos.
Mi DNI no dice nada de mi, solamente me identifica con un número. Algunos lo quieren convertir en una cadena. Son los mismos que quieren convertir también nuestro mapa de afectos y orígenes en una especie de prisión política que nos incapacita para tomar nuestras propias decisiones. Son los mismos que piensan que defender unas ideas democráticamente implica alzar muros entre los afectos y los sentimientos. Son estos personajes miserables que proclaman como amenaza lo que sin cesar intentan generar.
Los afectos, los sentimientos, solamente entienden, si son sinceros, de amor y de respeto. Nunca de miedo o de imposiciones. Por eso me quiero con locura a mis tíos y primos y los orígenes de mi padre, que también son los míos, y desprecio infinitamente a quien me habla de muros por tener mis propias ideas.
Tendre, ferm, preciós. Com els altres articles que ens has regalat amb el teu iaio Domingo. La necessitat de la memòria. Gràcies.
ResponEliminaGenial.
ResponEliminaEls sentiments no es poden encadenar. Només els encadenen els qui els volen utilitzar com a presó.
Com de costum, brillant.
ResponEliminaLluís
Personalment, el procés d'independència de Catalunya no m'ha distanciat de la realitat espanyola; més aviat em permet acostar-m'hi sense angoixa. Cerco un tracte més natural amb Espanya, entre iguals, sense subordinacions, que es confirmarà en el moment de la proclamació de la República de Catalunya.
ResponEliminaEn ser efectiva la independència, renunciaré al meu passaport espanyol, però entendré que molts catalans vulguin conservar-lo. Les meves arrels espanyoles queden molt lluny en el temps, i avui em costaria Déu i ajut trobar els meus parents gallecs.
Josep
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