Ser de barrio siempre ha tenido lo suyo. Yo crecí en un barrio, y lo sé. Sus reglas, sus costumbres, sus jerarquías, todo eso que se conoce por "sus cosas".
Ser de pueblo también tiene lo suyo. Y yo también crecí en una proporción de 1-3 muy de pueblo. Los pueblos también tienen sus reglas, sus costumbres, sus jerarquías, vaya- también todo eso que se conoce como "sus cosas".
Tal vez por la acumulación de cosas y reglas y por los mecanismos contradictorios de jerarquías entre las cosas del barrio y las cosas del pueblo yo nunca destaqué en nada, y tuve una infancia, adolescencia y juventud tan discreta que nadie se acuerda de ella, ni yo mismo.
No era el único. De hecho la mayoría, en el pueblo y en el barrio éramos lo que se conoce como "el montón", lo que en sí mismo no era negativo, ya que el anonimato de la masa te quitaba mucha presión para todo aquello que eran "las cosas" del barrio o del pueblo. Eso sí, era necesario no asumir como un fracaso no ser de los "elegidos" o "llamados" a destacar.
En el pueblo una de sus cosas era el concurso anual de calabazas. Lo que empezó de una manera difusa, casi como una broma, ahora era una especie de hilo conductor de la vida local durante todo el año. De las primeras calabazas plantadas para darles una finalidad comestible se había pasado a unas calabazas majestuosas, enormes, descomunales, con nombre propio, y que eran transportadas con sumo cuidado con enormes gruas hasta el lugar de exhibición para el concurso anual.
Durante el año las calabazas eran mimadas y protegidas con dedicación filial y secretismo. Nadie quería quedar en evidencia o alertar los rivales sobre si su calabaza progresaba adecuadamente e iba ganando peso exponencialmente o había problemas.
Ahora somos el pueblo del mundo que más calabazas gigantes produce.
En el barrio tal vez una de "las cosas" que más configuraba una manera de ser y una jerarquía social era el concurso anual de paellas. Tuvo su origen en dos familias de procendias territoriales dispares, cada una de las cuales llegó al barrio con su propia cultura de paella. Entre las dos familias se menospreciaba y combatía la receta de la otra, lo que derivó en un conflicto que implicó a las respectivas calles donde vivían en un posicionamiento que se trasladaba generacionalmente, desde el colegio.
Eso fué así hasta que un día el mosén de la parroquia, temiendo por el cariz que estaba tomando la rivalidad paellera, propuso hacer un concurso, con un jurado de expertos y otro popular. La cosa no acabó bien, porque los dos bandos se acusaron mútuamente de influenciar ilegítimamente en el jurado de expertos, hasta tal punto que estos, temiendo por su integridad, se largaron sin emitir veredicto alguno.
Pero pasó una cosa maravillosa: todos los vecinos que se acercaron a probar las paellas coincidieron que las dos estaban muy buenas y que el día había sido fenomenal. Y salomónicamente se zanjó la rivalidad y se originó este concurso anual que se vive con tanta pasión. Al año siguiente el concurso se liberalizó, participaron más paellas y familias, y ahora mismo ya son cerca de un centenar los concursantes.
Julito, como le llamaba únicamente su madre, provenía de una de las familias del barrio que más cucharas de madera había ganado, y estaba llamado a ser una de las grandes estrellas paelleras del barrio, con mucha proyección.
A parte de los concursos ganados por la familia, la madre de Julito contribuía decisivamente a engrandecer la fama de su hijo. En la panadería, en el parque, en la puerta del colegio, a la mínima ocasión, sentenciaba "mi Julito tal" o "mi Julito cual". Y explicaba con orgullo como Julito ya cortaba precozmente ajos y picaba tomate.
Pero donde Julito, "Tote" para el resto del barrio, excelía era en el manejo de la sal. "Julito, sala", le decía su madre, y Julito cogía el salero, desde bien crío, y salaba. "Julito, prueba a ver como está de sal", y Julito cogía su cuchara y ante la mirada atenta de la concurrencia recogía unos granos de arroz y un poco del caldo, lo movía elípticamente para quitarle el ardor y se acercaba la cuchara a la boca para ir sorbiendo poco a poco.
A medida que Julito fué creciendo tomó conciencia de la expectación que ese momento levantaba entre todos los que le observaban, y fué tetralizándolo. Julito, o Tote, realizaba la prueba con una característica inclinación hacia delante de su cabeza y torso, como si quisiera acercarse a algun sitio al que no pudiera llegar, y administraba muy bien los sorbos, las pausas, los silencios, los sonidos guturales al tragar, etc.
El zénit del ceremonial llegaba cuando se erguía, levantaba ligeramente la mirada por encima de las cabezas de los que le rodeaban, cerraba unos instantes los ojos, y finalmente emitía su veredicto.
El zénit del ceremonial llegaba cuando se erguía, levantaba ligeramente la mirada por encima de las cabezas de los que le rodeaban, cerraba unos instantes los ojos, y finalmente emitía su veredicto.
Un "está en su punto" siempre iba seguido de una sonora ovación. Pero también era asumido como parte de su sabiduría si ordenaba rectificar de sal. Y siempre, siempre, las paellas de Julito eran las que todo el mundo encontraba más al punto de sal.
La fama de Julito trascendió las fronteras del barrio. "Ese Tote, que se va a comer el mundo", le decían los chavales cuando se rumoreó que el propietario de un restaurante de toda la vida de la ciudad había ido a hablar con la mamá de Julito para incorporarlo a su equipo. Julito ya había hecho los 19 años, pero a parte de su jerarquía paellera, en el resto de su vida continuaba siendo ese pasmao caprichoso, repelente y resabiado que le había originado el mote de "Tote", desde que en el parvulario le empezaron a llamar "Tontote". Cosas de críos.
Y sí, un día Tote se incorporó a ese restaurante del centro de la ciudad, precedido por su fama. Al prinicipio la apuesta del restaurador por Tote fué un éxito. "le da el punto de sal a la paella como nadie" fué un latiguillo que la clientela pregonaba a los cuatro vientos de sus amistades. De manera que había que reservar con meses para gozar de ese punto de sal del que todo el mundo hablaba.
Pero ahí dentro, enmedio del éxito y la fama de Julito, seguía habitando, como oculto, el espíritu indómito del Tote de toda la vida.
Un día una mesa le comentó al jefe de sala que el arroz estaba salado, que no se podía comer. El jefe de sala se quedó atónito, y les dijo que eso no era posible. Insistieron tanto que al final no tuvo más remedio que probarlo, y ante un asombro rozando la conmoción dió la razón a los clientes. Y retiró la paella.
Cuando Tote vió volver aquella paella a la cocina perdió el sentido. "Qué ha pasado, qué ha pasado" gritaba. El maïtre balbuceó "esta salada", ante lo cual, efectivamente, la ira de Tote se multiplicó. "Qué coño va a estar salada!!!!". Y cogió por el cuello al maitre interrogándolo "qué mesa ha sido, qué mesa ha sido", hasta que éste, medio ahogado, balbuceó "la 12"
Tote irrumpió en la sala lanzado directamente hacia la mesa 12. Las dos parejas de la mesa se quedaron paralizadas ante su presencia intimidatoria, y se hizo un silencio denso, impenetrable. Tote miraba uno a uno a los cuatro comensales. Y bajó el tono de su voz "no tienen ni puta idea de lo que es el punto de sal de una paella". En todo el restaurante nadie movía ni un músculo.
Tote se sentía el puto amo, en ese momento. "como se atreven a decir que mi paella está salada? Ustedes son unos idiotas". Y fué ahí, cuando alargaba teatralmente la S de "idiotassss", que de otra mesa otro cliente dijo "nuestro arroz también está salado". Y como un resorte, también las otras mesas "y el nuestro" "y el mío" "incomestible".
Tote miraba de una mesa a otra. Sus ojos escupían odio y se abalanzaba sobre todas ellas recriminándoles "son unos idiotas!", "no tienen ni puta idea de lo que es salar una paella", "dicen todo esto porque se creen que en mi barrio no tenemos derecho a sazonar bien las paellas", "no voy a permitir que se metan con mi barrio", "como pueden ser tan miserables de pensar que en mi barrio no tenemos derecho como el que más a hacer paellas".
"yo no sé cuál es su barrio, solamente he dicho que la paella está salada", se atrevió a decirle un chaval cuando Tote se cogió con firmeza a su mesa y les miraba a él y a su pareja con la boca entreabierta y crujiendo los dientes.
Entonces Tote se arrancó el delantal, el gorro blanco y los tiró con furia al suelo. "Que no saben cuál es mi barrio!!!" "Tantos años haciendo un concurso de paellas y con una asociación paellera que lleva años luchando por poner a todas las calles nombres de paellas y ahora me insultan diciendo que no saben cuál es mi barrio. Estoy harto de que se metan con mi barrio. Harto."
Y se fué. Y eso casi que es todo.
Solamente añadir que cuando en el barrio se supo lo que había pasado volvió a ser, para todo el mundo, el "Tontote" de siempre, ni tan siquiera la misericordia respetuosa de cuando abreviavan "Tote".
Desde aquel entonces Tote se pasa las horas en la confluencia de las calles "Paella marinera" con "Paella mixta", explicando a cualquiera que pilla desprevenido como fué de importante para el barrio cambiar los nombres de esas calles, después de muchos años de compromiso y lucha. "Hemos coseguido ser el primer barrio con un nomenclator que reconozca todo lo que el barrio y su gente han hecho por la paella."
DONEC PERFICIAM
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